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Infancia proleta



Mi padre, Manuel Leonidas Guerrero Ceballos, nació el 25 de junio de 1948. Cuarto hijo de una familia modesta de ocho hermanos, de pequeño participó en los viajes que realizaba mi abuelo, Manuel Guerrero Rodríguez, periodista y escritor autodidacta, con ocasión de la venta directa de los libros de su autoría. Por medio de ellos conoció desde niño las precarias condiciones de vida del proletariado urbano y rural de Chile, las que eran aliviadas por la tierna compañía de mi abuela costurera, Herminda Ceballos. Un personaje fundamental en el crecimiento de mi papá fue su abuelo, el zapatero Manuel Jesús, quien había sido miembro activo de la Sociedad de Artesanos “La Unión” y de la Federación Obrera de Chile en los años veinte.

En una ocasión, cuando mi viejo era un niño de apenas seis años, se trasladó con su padre donde unos parientes campesinos quienes ensacaban granos de paja trillada para trasladarlos, en carreta, hasta la bodega de una casa. Mi papá entusiasmado ofreció su hombro para que se le cargara un saco. Los campesinos sonrieron y Rosario del Carmen, la dueña de casa, para no desanimar los deseos de colaborar del niño, le confeccionó un pequeño saco que llenó con granos. Él, entonces, entre las risas y congratulaciones de los campesinos pobres, corrió saco al hombro junto a los cargadores simulando un gran peso en su espalda, serio y feliz a la vez.

En otra oportunidad, la familia de mi papá ocupó una casaquinta en Bulnes, donde mi abuelo, conocido como “Don Manuel” se encargaba de preparar y publicar ediciones especiales para el diario “La Discusión” de Chillán, mientras mi abuelita Herminda criaba gallinas ponedoras, cerdos, pavos y gansos para asegurar el alimento. Mis tíos Libertad y Máximo, hermanos mayores del pequeño Mañungo, asumieron la tarea de salir a vender el semanario “El campesino” que editaban los trabajadores del agro de la zona. Mi papá era aún tan chico que no estaba ni siquiera en condiciones de darles de comer a los habitantes del gallinero y del chiquero, sin embargo, ya se sentía preparado para salir a la calle a gritar “¡El Campesinooooo!”. Tal fue su insistencia, que pronto se le pudo ver en noches de lluvia intensa corriendo entre sus hermanos, portando el farol que iluminaba el camino de la pareja infantil que repartía el diario entre los hogares de los trabajadores rurales.

Dirigente normalista


Luego de completar su instrucción primaria en Valparaíso, mi padre ingresó a estudiar para profesor en la Escuela Normal “José Abelardo Núñez” de Santiago. Su personalidad, que es recordada por sus amigos como carismática, y su conducta siempre consecuente le valieron pronto ser elegido presidente de la Federación Nacional de Estudiantes Normalistas.

Ambas actividades, estudiar y dirigir al movimiento estudiantil, las asumió con total entrega y sentido de responsabilidad. Sin embargo, los continuos viajes a las distintas regiones del país donde había Escuelas Normales le significó llegar al fin del penúltimo año académico con un alto número de inasistencias, antecedente que fue utilizado por la dirección del establecimiento para tratar de obligarlo a repetir algunos cursos, a pesar de presentaba excelentes notas. Mi Tata, Don Manuel, fue mandado a llamar para comunicarle que el hijo no se conformaba con tal decisión. Sorprendido, le solicitó a Manuel Leonidas -mi papá- ante el superior de la Escuela, que le contara si era o no verdad el asunto de las inasistencias. Mi viejo entonces afirmó haber recabado autorización escrita de cada viaje que había efectuado. Por ello, ante el asombro del director, mi abuelo dio fe de que la versión de su hijo era la que se ajustaba a lo sucedido, reclamando la revisión de los libros de clases y el archivo de justificativos de las inasistencias.

El Director irritado pidió llamar al Secretario General de la Escuela, quien delante de los tres revisó y comparó fechas, mientras el directivo alegaba que mi abuelo mejor haría en preocuparse de las actividades de agitación que realizaba su hijo en todas las Escuelas Normales del país en vez de poner en duda a una autoridad. “En votación libre y directa esos estudiantes en todas las Normales le eligieron su presidente, señor, y sin que él les agitara”, le contestó mi abuelo. El Secretario General, finalmente, solicitó permiso para hablar y manifestó que todas las justificaciones coincidían con las inasistencias. Al señor Director, entonces, no le quedó más que disculparse por “el involuntario error”. Mi papá entonces abrazó a mi abuelo, quien en uno de sus escritos recuerda que el hijo le comentó: “Toda verdad es indestructible, siempre. Por ello es que debe ser defendida en todo momento. Cuidé las notas de mis ramos para tener en qué apoyarme ante una emergencia. Gracias, papá. ¡Un buen dirigente estudiantil, un mejor alumno!”.

Un jotoso


Siendo aún adolescente, a los 16 años de edad mi papá fue elegido miembro del Comité Central de las Juventudes Comunistas de Chile (JJCC) a las que había entrado a militar a los 14 años. Se recibió como profesor primario a los 18 años de edad, momento en que fue elegido, además, como el miembro más joven de la Comisión Ejecutiva de las JJCC y nombrado Encargado Nacional de Estudiantes Secundarios de esa organización.

Las dotes de líder de masas de mi viejo sería una característica que lo identificaría a lo largo de toda su vida. Muy joven aún, fue invitado a un encuentro mapuche en la zona precordillerana de Osorno. Los hulliches habían constituido un poblado con vista al lago Puyehue e iban a inaugurar una escuela para los niños de la zona. En una gran sala, que era toda la infraestructura de aquella nueva escuela, se reunieron los profesores preescolares que habían sido seleccionados de entre los miembros de la comunidad. Mi papá se dirigió entonces a los profesores y el espíritu animoso y sensible de sus palabras conmovió a los jóvenes huilliches que le solicitaron narrarles asuntos del país y de otros continentes. Mi padre destacó aspectos de su escuela, las enseñanzas surgidas de la historia patria, les recitó versos de autores nacionales, les sintetizó biografías de hombres ilustres.

El entusiasmo de quienes lo escucharon desbordó la escuelita, y jóvenes a caballo partieron a otros poblados y reducciones de hasta seis u ocho leguas de distancia para traer más gente al encuentro. A las dos noches siguientes, mi papá, ante un nutrido conglomerado de jóvenes indígenas, les contestó las preguntas más diversas hasta el amanecer. Luego hubo abrazos, guitarras, cultrunes, bailes. Promesas de amistad permanente. Lágrimas de felicidad. Asentamiento de su verdad étnica. Junto a mi padre, aquellos jóvenes se ennoblecían al considerarse hijos de una misma patria con todos sus deberes y derechos sin dejar de ser huilliches.